sábado, 27 de julio de 2013

Una sonrisa màs, una historia menos

Para ella no había mucho que entender; la historia se la sabía de memoria: “Chico bueno conoce a chica buena”. Ella tiene muchos problemas de autoestima, siente que su mundo es infinitamente inabarcable, que las ciudades y los rincones se le vienen encima, que no hay espacio para ella, que no es lo suficientemente linda, o agraciada, o inteligente, o simplemente que no es suficiente. Él al principio intenta ayudarla, pero después su posición de príncipe azul de cuento hace que se acomode en el trono y que le sea cómodo que ella se sienta así, porque de esta manera el único lugar seguro para ella será el de su reino, y así la princesa que no es princesa; que por las noches se siente guerrera y sueña hasta despierta con hacer la revolución, cumple el papel a la perfección durante mucho, mucho tiempo; tanto que se olvida de contar cuántos años tiene.
Mientras cumple el papel, cocina tartas y las pone en la ventana y ansía que los pajaritos de Blancanieves la visiten. Los muebles brillan, los pisos también; se calza el portaligas de noche, y el pañuelo en la cabeza de día; y se pone una venda invisible en los ojos que le cubre el dolor del saber que no puede llegar a ser.
Algo la perturba, le hace ruido, cuando lo besa, cuando lo abraza, hay algo que siente que no está bien, que no va más; que ya no le pertenece. La incompletitud es constante, y en el letargo agónico de cada abrazo la “petit morte” de los franceses se ausenta, y concurre en su ausencia el llanto que le brota por cada palabra que no pronuncia.
Es un sentimiento doloroso pero placentero el idear el escape, todas las noches pensándolo como si estuviese en Guantánamo y el hilo del que todos los sentimientos penden no fuese invisible y se hiciese insondable. Es un escape sin destino, un destino de esos sin final; en los que no hay un nudo o un desenlace que le de coherencia a la historia, es un correr desesperada por las calles como huyendo de esas pesadillas en las que sueña que de verdad como él le dice no hay nadie que la vaya a poder querer.
Es la Ana de una Lispector (1) que despierta esta vez, que se escucha, y que ya simplemente no lo soporta, y cuando siente haber encontrado tristemente “la raíz firme de las cosas” necesita cambiar.
Ya no tiene sentido hacer una genealogía del llanto, ya no tiene sentido desangrarse sola en un mar de lágrimas; lo que necesita ahora es hablar. Y entonces habla.
El príncipe nada entiende, siempre la princesa fue muda, y como si el celuloide fallara, la cinta empieza a proyectarse la mitad en color sepia y la mitad en colores; las onomatopeyas y las frases subtituladas son reemplazadas por risas que se oyen, por voces que se escuchan. La película es un quilombo, no es de esas pochocleras sencillas que se ven en una tarde de lluvia. Para digerirla no alcanza ni un seminario de Fassbinder, no alcanzan días, no hay lógica diacrónica posible y la coherencia cinéfila se desmadra.
En la historia que como dije me sé de memoria, los personajes ya no comparten el mismo guión. Él quiere que ella diga lo que solo él quiere escuchar; y cuando se da cuenta que en lugar de frases vacías la casa se repleta de deseos y de intenciones, que se alejan un poco de las tartas, los pájaros, los muebles, el perro y los hijos se decide a dejar de escucharla.
Ella intenta entonces por todos los medios posibles hacerse escuchar; le escribe notas que nunca lee, le manda correos que nunca recibe y van a parar a la casilla de “spam”, acepta que le brinde como si fuese turnos para el dentista días en los que supuestamente van a hablar; pero nunca basta.
Ella sigue creyendo en el amor, en ese amor que desde pequeña imaginó iba a poder brindar, ese de sábanas arremolinadas, risas constantes, ese que le inspiraba tantas películas, el que oía en los boleros, pero de a poco duda que se parezca a eso que tienen. Sin embargo, durante un par de años lo intenta. Intenta el borrón y cuenta nueva mil y una noches con sus respectivos días. Lo intenta con rodajas de papa en los ojos para que el almidón le borre la hinchazón, lo intenta arremangándose menos para que nadie le note los magullones, lo intenta inventando excusas para obviar lo que le molesta; hasta que el príncipe que seguía en príncipe se convierte en una bestia; en un ser que nunca pensó iba a llegar a conocer; en alguien que se parecía más al hijo de puta de sus pesadillas en color que al galán de color sepia.
Cuando la bestia aparece lo hace a escondidas, nadie sabe detrás de esa sonrisa lo que se oculta, y como por arte de magia lo peor se lo reserva para cuando nadie más puede observarlo. Ya no le sirve el juego; y tiene que volver a jugar sus cartas; cartas que si hace falta va a marcar.
Cual ruleta rusa, es a todo o nada; lo que se juega es cómo sigue la historia.
Ella decide. Decide bien, y cuando la bestia se hace visible y hasta en público le enseña los dientes que antes le sonreían, ella sabe que es tiempo de escapar, y se va lejos, no tan lejos, donde nunca la pueda encontrar en la búsqueda de alguien que le diga que es mentira que no la van a poder querer para empezar de una vez a rodar la película de su vida.

"Amor" (fragmento)- Clarice Linspector

"En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto"(...)

Cuento completo: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/por/lispec/amor.htm