sábado, 2 de julio de 2016

Enemigo. Plan Táctico y estratégico de poder

Una crítica aguda de la sociedad, una conspiración, y una historia cuyo final el público puede elegir son las claves para comprender en toda su dimensión a la obra, que inspirada en Ibsen, llevan el director chileno Nibaldo Maturana y su compañía La Horrorosa Banda Teatral a escena.  


Retomando al Enemigo del pueblo de Ibsen, y la historia del Doctor Stockmann, Nibaldo Maturana concibe “Enemigo. Plan táctico y estratégico de poder”. Quienes conspiran contra la supervivencia del planeta en esta ocasión,  son los integrantes de la corporación Save The Water, que apelarán a todos los recursos necesarios para convencer al doctor Stockmann de la imperiosa necesidad de sumarse al plan para exportar agua de marte y privatizar el suministro de agua en el  planeta. El público, tal como es usual en las obras de Maturana y al mejor estilo de la saga literaria de “Elige tu  aventura”, es partícipe necesario de la obra, porque al inicio es convocado mediante el voto a elegir un final entre los tres finales posibles ofrecidos, que será llevado a cabo por el actor invitado.
El papel de Stockmann, no está sujeto a guiones ni ensayos: la improvisación reina en cada escena en la que se reúne, después de una breve introducción conjunta, con cada integrante de Save The Water.  La interacción da entonces lugar a un sinfín de contradicciones en las que el espectador se ve envuelto desde el minuto uno: lo que impera es lo políticamente incorrecto, que en contraste con  la realidad cotidiana constituye la norma.



La dinámica es intensa y hay poco de lineal en el desarrollo de esta obra, en la que lo audiovisual es un componente esencial: una pantalla de video pende detrás del escenario y sirve de nexo y comunicación entre los protagonistas y  Hermes (Nibaldo Maturana), que los direccionará en virtud del plan siniestro.
Cada personaje rompe los códigos de lo correcto, barre los límites de lo absurdo y avasalla desde lo bizarro. La niña Boston, una superestrella de la canción (Helga Lís Ramos), su tío pederasta (Christian Nieves),  una militar demasiado hitleriana (Delfina Robles), Martín Fachatosta el inescrupuloso presidente electo que sostiene la mascarada de Save The Water en el país, y la principal representante de Hermes en la corporación: la “mujer máquina” (Majo de la Cruz); cumplen cada quien a su turno, con el principal objetivo de la misión: convencer a Stockmann y al público, de ser parte de la conspiración mundial.  
La religión, la ecología, el género y la violencia, la política, el trabajo infantil, los pueblos originarios, la esclavitud y el capitalismo, los medios de comunicación y la democracia, serán revisitados constantemente en esta mentira en la que los espectadores han consentido en participar.  La madurez con la que son abordados los distintos temas se combina con dosis extremas de humor negro, y lo grotesco domina imponiendo una mirada adusta a lo que comúnmente repelemos.
"En cada otredad hay un enemigo", parece rezar esta distopía alocada que conjuga cinismo, pensamiento crítico, humor y hasta pop que son administrados con inteligencia y picardía.   
¿Hay algo que realmente pueda elegirse? Aunque sin respuesta, las aproximaciones en torno a la pregunta, abundan en la sala donde Maturana azota dosis de verdad a la cara del espectador que, en una excelente oportunidad para repensarse, a cada instante se pregunta por qué puede reírse de lo que en realidad debería hacerlo llorar. 



FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA: 
Dramaturgia: Nibaldo Maturana.
Elenco: Nibaldo Maturana, Majo De La Cruz, Christian Nieves, Helga Lís Ramos, Delfina Robles, Santiago Negri.
Edición de video: Claudio Cabello.
Audiovisuales: Matias Romero.
Fotografía: Claudio Campi.
Diseño gráfico: Luis Arbit.
Asistencia de dirección: Jonatan Navarro Huertas.
Dirección de fotografía: Carlos Guerrero.
Peinados: Vixt Greenville.
Fanpage: www.facebook.com/events/1819390351616032.                                                                              
Dónde: Teatro El Cubo. Zelaya 3053.
Cuando: Domingo 3 de Julio.


lunes, 6 de julio de 2015

Simplemente Frida

¿Se puede construir algo hermoso desde el dolor? ¿Se pueden derribar los muros de lo acontecido, de lo que nos golpea duramente a la puerta y nos llama a abandonarnos en el olvido y buscarle los colores a lo que ya se había oscurecido? La historia de Frida nos dice que sí. 
Frida pintaba los días de color azteca. Buscaba en la reivindicación de la bandera de ese pueblo que amaba, ahogar los gritos que bramaban en su pecho como queriendo salir. Cada cuadro nos habla, y pareciera invitarnos a reconstruir como piezas de un rompecabezas macabro, las piezas de cuerpo y alma de una mujer a la que la vida nunca terminaba de desarmar. Después de los accidentes que sufriera y que la dejaran sin la libertad del andar, enarbolaba aún el brillo de sangre que la haría única en una sociedad que, escandalizada, contemplaba impávida cómo había sabido superar el dolor de la pérdida de 8 embarazos, y los plasmaba en trazos sangrientos que asestaba a la cara de los magnates que preferían verla como una muestra de excentricidad (“Henry Ford Hospital” es una muestra inefable de ello).
Genuina, Frida escribía en una oportunidad: “Tuve dos accidentes en mi vida: el primero, el del autobús, el segundo; Diego”. Rivera contribuía al espíritu desenfrenado de Frida. Miembros del Partido Comunista de su país, se fundieron en una pareja de esas de culebrón mexicano, repleta de idas y vueltas, donde la práctica del amor libre, y la ausencia de propiedad privada de los sentimientos se traducía en miles de secuencias de infidelidades y aventuras; y en un acompañamiento ciego en el frondoso camino del arte que le esperaría. 
Frida se reinventaba una y otra vez; surgía de los sombríos momentos estallando en los mil colores de una América que no se dejaba de imaginar, revolucionaria se conducía a través del llanto escapando a las frivolidades y a los escaparates mágicos que venían desde Gringolandia, llevando como estandarte el hambre de miles de campesinos mexicanos, la defensa de la mujer como ser divino, la lucha contra los mandatos sociales y las “buenas costumbres”. Frida evade con fe siniestra la falta; y se llena, se completa, se vuelve universo a partir del deseo. El deseo la nubla y le alivia el dolor de la pierna que le falta, el deseo la abraza cada vez que la mala suerte y su cadera maltrecha le arrebatan los hijos; el deseo le impide ver que el amor de su vida se le pierde entre mil sábanas arremolinadas, pero por sobre todas las cosas; es el deseo el que le permite superarse; y aún en los tiempos más difíciles en los que el trazo ya no la acompaña con precisión, Frida pinta con justicia los colores de un mundo amerindio donde los campesinos, los aborígenes y los proletarios, son dueños de la tierra que los vio nacer, y los pinta con convicción hasta su puta muerte. Los pinta, a medida que los colores de su vida se apagan, sin miedo posible. Trazos de colores estridentes, los colores de México, autorretratos donde la crudeza convive con lo bello de su realidad, desnuda su pata de palo, vestida de hombre y con posición viril, después llegarían las máscaras y las naturalezas muertas que testifican silenciosas su agonía, hasta las postreras horas de la pintura más comprometida, en la que su voz, la de la revolucionaria del pincel profiriera alaridos de política convicción. 
El sufrimiento ha hecho de Frida quien es: no un ícono mercantil plasmado en zapatillas y artículos de moda. La ha hecho una iconoclasta del tiempo en que las tierras y los campesinos mexicanos parecían haber nacido con otros dueños; en una época sesgada por el miedo a que la virtud clásica se viera opacada por lo mundano, por lo natural. La ha hecho ser Frida como ninguna otra hubiese podido serlo.


Publicada en CRAC! Magazine: http://cracnotas.com.ar/simplemente-frida/

miércoles, 17 de junio de 2015

¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?

¿Existen claves infalibles para escribir una buena crónica? En este texto, leído en un seminario de escritura creativa en Bogotá, la autora repasa sus propias páginas buscando la respuesta entre el placer y la disciplina.
Ilustración de Camilo Mahecha


Lo diré corto, lo diré rápido y lo diré claro: yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que puede aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano.
Es cierto que buena parte de lo que se publica consiste en textos que son al periodismo lo que los productos dietéticos son a la gastronomía: un simulacro de experiencia culinaria. Pero si me preguntan acerca de la pertinencia de aplicar la escritura creativa al periodismo, mi respuesta es el asombro: ¿no vivimos los periodistas de contar historias? ¿Y hay, entonces, otra forma deseable de contarlas que no sea contarlas bien?
Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo. No creo en las crónicas cuyo lenguaje no abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas. En el cómic y en sor Juana Inés de la Cruz. En Cheever y en Quevedo, en David Lynch y en Won Kar Wai, en Koudelka y en Cartier-Bresson. No creo que valga la pena escribirlas, no creo que valga la pena leerlas y no creo que valga la pena publicarlas. Porque no creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma del arte.
Excepto el de inventar, el periodismo puede, y debe, echar mano de todos los recursos de la narrativa para crear un destilado, en lo posible, perfecto: la esencia de la esencia de la realidad. Alguien podría preguntarse cuál es el sentido de poner tamaña dedicación en contar historias de muertos reales, de amores reales, de crímenes reales. Las respuestas a favor son infinitas, y casi todas ciertas, pero hay un motivo más simple e igual de poderoso: porque nos gusta.
Yo no creo que haya nada más sexy, feroz, desopilante, ambiguo, tétrico o hermoso que la realidad, ni que escribir periodismo sea una prueba piloto para llegar, alguna vez, a escribir ficción. Yo podría morirme –y probablemente lo haga– sin quitar mis pies de las fronteras de este territorio, y nadie logrará convencerme de que habré perdido mi tiempo.
Pero no han venido aquí para escuchar esa perogrullada en la que creo: que la escritura creativa no debería ser excepción en el oficio sino parte de él. Se supone que, además, debo contarles cómo se hace. O cómo creo que se hace.
Y es ahí donde empiezan todos mis problemas, porque no hay nada más difícil que explicar una ignorancia. Quizás la historia del mago ayude un poco.
Era febrero de 2007. El hombre y yo estábamos sentados a una mesa cubierta por un paño verde, en una cabaña de madera con vista a un parque desbordante de árboles y setos perfectamente diseñados. Una lámpara derramaba, sobre la mesa, un charco de luz que iluminaba naipes, dados, una navaja. Dispersos aquí y allá por el pequeño cuarto había bastones con puño de plata, sombreros, velas encendidas. La escenografía era minuciosa, y yo no podía evitar la desconfianza: parecía un escenario armado para mí. El hombre me miraba sin bondad, con ojos de búho, y yo no podía entender por qué todos decían de él que era un maestro –el mejor mago del Cono Sur– si yo no veía más que a alguien que citaba a Borges sin haber leído a Borges, y para quien los bastones con mango de plata, las velas y los sombreros eran sinónimo de buen gusto.
Hasta que le pregunté por qué, en toda su vida, no había tenido más que dos discípulos. Suspiró, como quien va a decir algo importante, y dijo esto: «Porque estoy harto de los discípulos que no quieren admitir que no saben nada. El discípulo llega acá con un desconocimiento inconsciente: no sabe nada, y ni siquiera sabe que no sabe nada. Trabaja, se esmera, transpira, y llega a tener un desconocimiento consciente: no sabe nada, pero sabe que no sabe nada. Despues trabaja, se esmera, transpira: ahora sabe, y sabe que sabe. Pero debe trabajar todavía mucho más, esmerarse y transpirar hasta lograr un conocimiento inconsciente: hasta haber olvidado que sabe. Entonces, y sólo entonces, el conocimiento habrá llegado al músculo. Y hasta que no llega al músculo, el conocimiento es sólo un rumor. Pero hay poca gente dispuesta a hacer ese camino: lleva décadas».
Cuando escribía este texto recordé la historia del mago y pensé que, quizás, el verdadero trabajo de todos estos años no ha sido para mí el de escribir sino, precisamente, el de olvidar cómo se escribe. El de fundirme en el oficio hasta transformarlo en algo que se lleva, como la sangre y los músculos, pero en lo que ya no se piensa. En algo cuyo funcionamiento, de verdad, ignoro. En algo que hace que a veces, al releer alguna crónica ya vieja, contenga la respiración y me pregunte, con cierto sobresalto: «¿Pero dónde estaba yo cuando escribí esto?».
***
Dicen que, al atardecer, el gran cocinero Michel Bras llevaba a sus ayudantes a la terraza de su restaurante en la campiña francesa y los obligaba a permanecer allí hasta que el sol se ocultaba en el horizonte. Y entonces, señalando el cielo, les decía: «Muy bien: ahora vuelvan a la cocina y pongan eso en los platos».
Así como el respeto exacto de las proporciones y los tiempos de cocción no alcanza para explicar una receta sublime, una gran crónica tampoco es producto de un buen comienzo mezclado con un puñado de frases respetables embutidas en una estructura de perfección quirúrgica.
Para empezar por algún lado, habría que decir que el arte del buen cronista empieza a la intemperie o, al menos, fuera de su casa, con los días, semanas o meses que pasa junto al objeto de su crónica, cazando situaciones, tomando nota de cada detalle y volviéndose voluntariamente opaco. Sin esa actitud de acecho discreto, nunca traicionero, no hay crónica posible. Yo he permanecido semanas junto a personas tan disfuncionales como una pesadilla agónica de Marilyn Manson, completamente olvidada de mí –de mi incomodidad, de mi cansancio, de mi hastío–, sólo concentrada en ser, lo más pronto posible, cincuenta kilos de carne sin historia: alguien que no está ahí; alguien que mira.
Son semanas de eso. Y después hay que volver a casa, y escribir diez páginas, y aspirar a que sean diez páginas perfectas.
***
No soy partidaria del cliché de la tortura: de la imagen del periodista que sufre, que escribe de noche sentado sobre una pila de clavos y de libros de Cioran. Yo escribo durante el día, hago gimnasia, casi no fumo, no tomo café, pero cada vez que me dispongo a escribir deseo, con todo mi corazón, ser otra cosa: cantante de rock, diseñadora de modas, doble de riesgo. Abrazar cualquier profesión que me aleje del hastío que me producen esos días monótonos en los que, de todos modos, ya he aprendido a internarme casi sin quejas, con resignación y confianza, y sin más luz que me guíe que las tres o cuatro frases del principio.
Que no es poco.
Un buen principio debe tener la fuerza de una lanza bien arrojada y la voluntad de un vikingo: ser capaz de empujar a la crónica a su mejor destino, y caer con la brutalidad de un zarpazo en el centro del pecho del lector. Con un buen principio lo demás es fácil: sólo hay que estar a la altura, hacerle honor a esos párrafos primeros. Yo, que no obedezco nunca a nadie, obedezco a mis principios con sumisión arrebatada: sé que son el único leño al que podré aferrarme en ese océano de palabras donde no encontraré, por mucho tiempo, lógica, orden, ni prolijidad.
Y aunque aparecen cuando quieren, sin dejarse sobornar por lógica alguna, no empiezo a escribir a menos que tenga, con mucha suerte, uno; con mala suerte, dos y, con pésima suerte, varios principios.
En 2006 escribí la historia de un transexual de 14 años que solicitaba una operación de cambio de sexo. El caso era inédito, no sólo por su juventud extrema, sino por el apoyo público y combativo de sus padres, dos profesionales de clase media. Pasé días releyendo las desgrabaciones, imaginando posibles comienzos antes de dormir, durante la cena y en el metro, en el trabajo y en la calle. Hasta que una noche, mientras cocinaba, apareció. Empezaba así:
Esa tarde, toda la tarde, Amanda trajinó la casa escondiendo tijeras y cuchillos, navajas y hojas de afeitar. Porque la vio mal –nerviosa, diría después–, y sospechó: su hija, Eugenia, entraba y salía de los cuartos cerrando puertas con furia, los ojos dos ascuas vivas, y Amanda preguntaba «¿Qué te pasa, Euge, por qué, por qué?», más por calmarla que por esperar respuesta: hacía dos años que sabía por qué.
Esa tarde de agosto de 2005, Eugenia, 15 recién cumplidos, furtiva como un gato, encontró al fin lo que buscaba: un filo. Entonces se encerró en el baño, se quitó la ropa y se hizo un tajo –hondo– en esa parte suya que la asquea: el sexo que lleva entre las piernas. El pene.
Aquella niña bruscamente fundida en varón que intenta mutilar el sexo que la asquea decía, de la ambigüedad, todo lo que yo era capaz de decir.
Claro que así como hay principios que cuestan lo suyo, hay otros que aparecen enseguida.

Ilustración de Camilo Mahecha
Jorge Gonzalez es un hombre de dos metros treinta de altura a quien apodan el Gigante y que vivió su minuto de fama jugando al básquet en los años ochenta. Estuvo a punto de ingresar a la nba pero, en vez de eso, decidió formar parte de un equipo de lucha libre en Estados Unidos, porque pagaban mejor. Las cosas salieron mal, y ahora vive paralítico, pobre, solo y diabético en el pueblo que lo vio nacer, rumiando la pena de todo lo que fue y de lo que ya no es. Pasé con él una semana y cuando regresaba a casa en un ómnibus destartalado, mirando por la ventanilla, apareció el principio: vi esa tierra rala, pobre, a la que había ido a buscar a un hombre extraordinario, y que había imaginado, en cierta forma, igual de extraordinaria. Y vi que no era más que otro rincón de la vieja y gastada y pobre República Argentina. Saqué mi anotador y anoté lo que después, pulido, sería esto:
No.
Ésta no es una tierra extraordinaria. La provincia de Formosa, en el noreste argentino, es una planicie sin elevaciones con una vegetación que fluctúa entre el verde discreto de las zonas húmedas y los campos agrios de la sequía. No hay lagos ni montañas ni cascadas ni animales fabulosos. Apenas el calor del trópico mezclado con el polvo en una de las regiones más pobres del país. Y sin embargo allí, a orillas de un río llamado Bermejo, un pueblo de nombre El Colorado –donde 17 mil personas viven del trabajo en la administración pública y la cosecha del algodón– tiene, entre todas sus criaturas, a una criatura extraordinaria: El Colorado es la tierra del Gigante.
Son las dos de la tarde de un día de noviembre. Las calles del pueblo se revuelven a 43 grados de calor y en el hotel Jorgito una mujer joven, de andar cansado, dice «Pase, le muestro su cuarto». Los cuartos son así: cama, ventilador, la mesa, el baño. Cuando la mujer se va suena el teléfono y una voz honda –la excrecencia del eco de una catedral o de una bóveda– dice:
–Al fin. Ahora estás en mi territorio.
Desde su casa, a cinco cuadras del mejor hotel del pueblo, Jorge González, el Gigante, se ríe.
La palabra No del comienzo negaba toda posibilidad excepcional y plantaba, además, la primera de varias semillas amargas. El Gigante resultó ser un hombre despótico, dueño de un resentimiento interminable, al que le quedaba una sola forma de dominio: su voz. La usaba para ordenar, para exigir hielo, agua, cigarros, mate, gaseosa, una toalla, insulina, el teléfono, empanadas. Y pensé que eso, el último reducto del Gigante, tenía que retumbar a lo largo de la crónica. No bastaba definir esa voz con un adjetivo como honda, seguramente justo pero no suficiente. Había que rodear a la palabra de un círculo de fuego: hacer que el lector se detuviera en ella. Y escribí eso de «Cuando la mujer se va suena el teléfono y una voz honda –la excrecencia del eco de una catedral o de una bóveda– dice: “Al fin. Ahora estás en mi territorio”». Excrecencia, además, no es palabra simpática: remite a algo vagamente repulsivo. Y criatura se llama a los niños, pero también a las bestias de la noche y a las infamias de los circos.
Escribir es, a veces, como poner levadura en una masa: no hay que hacer nada, excepto dejar que las palabras hagan su trabajo. Y hay que tener cuidado, porque lo harán con eficacia aterradora.
***
Con el principio debidamente encontrado sobrevienen días horrendos. Días en los que, más que escribir, acumulo: diálogos, escenas, frases, datos. El resultado es un texto monstruoso, ilegible, del tamaño de un libro chico: el embrión deforme de la crónica. Sólo después empieza lo que llamo escribir, que no es otra cosa que quitar, de ese cascote mal armado, lo que sobra.
Leí que les sucede a los escultores y a los que construyen sus tablas de surf: se limitan a sacar de la madera o de la piedra lo que ya está ahí. Lo que yo hago durante los días siguientes es rebanar, pulir, sacar, quitar la viruta bajo la cual está la crónica completa. Encarar ese enorme trabajo de selección del que dependerá que una historia sea buena o una parodia de sí misma, que terminará contando la vida de una persona o montando una ridícula maqueta.
A veces encuentro una veta pura –un clima, una frase, una idea– y la sigo hasta donde se agota y se pierde. Pero nunca me detengo: durante esos días no miro mails, no hablo por teléfono, no salgo de mi casa, y aunque sienta que no voy por buen camino quito, pulo, rasgo, rompo una y otra vez, una y otra vez. Mi método es la insistencia. Un ejercicio casi físico que implica irradiarme de la crónica como de una materia tóxica hasta que ella crece dentro de mí como una cáscara, hasta que estoy llena de su silencio ominoso que reclama toda mi atención. Hasta que ya no existe en mí más que eso: su viento mudo.
Durante jornadas pesadillescas de doce o quince horas no pienso en otra cosa que en atravesar el velo que separa: atrapar sus tobillos, rendirle las caderas, hacer que la crónica se venza y me deje ver su música, me enseñe a cantar con ella.
De a poco, a partir de ese magma de palabras mezcladas, se dibuja, sin que yo sepa cómo, una columna hirviente hacia la que todo converge y desde la que se disparan nervios y neuronas, arterias y venas, los músculos, los huesos, cartílagos, tejidos, y brota, sólo, el cuerpo poderoso de la crónica. Eso que debe tener la forma de la música, la lógica de un teorema, y la eficacia letal de un cuchillazo en la ingle.
***
Así como los cocineros tienen sus juegos de cuchillas, los cirujanos su instrumental quirúrgico y las modistas sus canastas con hilos, los periodistas tenemos nuestra caja de herramientas. En la mía, hasta hace poco, había demasiadas cosas: metáforas adjetivadísimas, sustantivos arrancados a las entrañas mohosas de los diccionarios, efectos especiales, luces de colores, guirnaldas, frunces, encajes, moños. Hoy, esa caja tiene la parquedad del maletín de un forense: llevo los huesos del idioma, cuatro adjetivos, todos los signos de puntuación, y pocos credos: que menos es más, y que las cosas se dicen mejor cuando se dicen poco. En el perfil de un empresario de la carne argentino, por ejemplo, un hombre llamado Alberto Samid sospechado de enriquecimiento ilícito y corruptelas múltiples, después de describir la vida que llevaba –aparentemente modesta, sin autos ni bienes ni ropa de lujo–, tres líneas aisladas decían así: «Cosas que no tiene Samid: autos último modelo, muebles caros, casa de cinco mil metros, asesor de imagen, manicura, trajes Armani, yate, gemelos de oro, mocasines de cuero italiano. Por cosas como estas, podría pensarse que Samid es un hombre modesto».
Me gusta creer en esa idea: creer que, para decir algunas cosas, es mucho mejor –más eficaz– no decirlas.
Hace un tiempo escribí un libro que se llama Los suicidas del fin del mundo que cuenta la historia de un pueblo de la Patagonia argentina donde, a lo largo de un año y medio, doce mujeres y hombres muy jóvenes decidieron volarse la cabeza de un disparo o ahorcarse, en la intimidad del hogar o en la vía pública. Allí, en ese libro que reconstruye las vidas y las muertes de estos doce suicidas y del pueblo en que vivieron, un párrafo dice esto:
Había escuchado tantas teorías para explicarlo todo.
Porque sí, porque no había nada para hacer, porque estaban aburridos, porque no se llevaban bien con sus padres, porque no tenían padres o porque tenían demasiados, porque les pegaban, porque los hacían abortar, porque tomaban tanto alcohol y tantas drogas, porque les habían hecho un daño, porque salían de noche, porque robaban, porque salían con mujeres, porque salían con mujeres de la noche, porque tenían traumas de infancia, traumas de adolescencia, traumas de primera juventud, porque hubieran querido nacer en otro lado, porque no los dejaban ver al padre, porque la madre los había abandonado, porque hubieran preferido que la madre los hubiera abandonado, porque los habían violado, porque eran solteros, porque tenían amores pero desgraciados, porque habían dejado de ir a misa, porque eran católicos, satánicos, evangelistas, aficionados al dibujo, punks, sentimentales, raros, estudiosos, coquetos, vagos, petroleros, porque tenían problemas, porque no los tenían en absoluto.
Teorías. Y las cosas, que se empeñaban en no tener respuesta.
Creí que no hacía falta decir más para decir que la respuesta no estaba entre los vivos.
Que los vivos, en todo caso, sólo podían ofrecer respuestas miserables.
Por lo demás, en los prados donde pastan las crónicas brota de todo y ellas se alimentan: cómic y poesía, novelas y cuentos, música y cine. Y, de todas esas cosas, probablemente nada enseñe a escribir tanto y tan bien como las películas.
Los directores, como los cronistas, cosen escenas, producen continuidad, organizan información y hacen transcurrir cuarenta años en dos horas. Las películas, como las crónicas, no se construyen sólo con planos generales y ritmos lentos, sino con primeros planos, planos americanos, monólogos, flashbacks, escenas de tiros, escenas de sexo y escenas de violencia. En las crónicas, como en el cine, hay voces en off, travellings, paneos.
Hace un par de años escribí la historia de un militante de izquierda desaparecido en la Argentina durante la última dictadura militar, un chileno llamado José Liborio Poblete, a quien apodaban Pepe. La historia arrancaba con Buscarita Imperi Navarro Roa, la madre de ese hombre, un día de septiembre de 1971, allá en Santiago. Decía así:
El 10 de septiembre de 1971, en el living de su casa –pasaje 40, Villa 4 de Septiembre, La Cisterna, Santiago– a Buscarita Imperi Navarro Roa se le volcó, entera, una botella de aceite, y ella no supo que hacer, más que las cruces.
–Me santigüé, y dije ay dios mío, dios mío, qué va a pasar. Porque se volcó entera, la botella entera –dice, más de treinta años después, en su departamento del barrio de La Boca, Buenos Aires.
Volcar una sola gota de aceite fuera de la cocina, reza la superstición, puede traer meses de mala suerte. Y a ella, supersticiosa, se le había volcado una botella. De todos modos, no dijo nada. Limpió el charco y esperó.
La tranquilizó el ritmo de los días: serenos en aquella primavera. Había problemas de dinero, como siempre, pero los hijos –eran siete: José «Pepe» Liborio, Lucinda, Fernando, Patricia, Víctor, Patricio y Francia– no traían sobresaltos, y su propio trabajo –limpiar casas ajenas– marchaba bien.
El 15 fue su cumpleaños.
El charco de aceite había empezado a quedar en el olvido cuando el 17 de septiembre su hijo mayor, José «Pepe» Liborio Poblete, 16 años, le anunció que viajaría a Curicó en tren, con un amigo. Buscarita dijo «Bueno» y se quedó limpiando. No había motivos para ver en eso una amenaza y puso agua para el té.
Septiembre, a sus espaldas, empezaba a ser el mes tan cruel.
Dos párrafos después, Pepe Poblete caía por accidente sobre las vías, el tren le cortaba las dos piernas, y, con la esperanza de conseguir rehabilitación adecuada, dos años más tarde, viajaba a la Argentina donde, en 1977, sería secuestrado junto a su mujer y su hija de ocho meses, torturado, probablemente ejecutado y con certeza desaparecido por el régimen militar.
Empezar con la cámara fija en Buscarita haciendo el té, inocentemente haciéndose las cruces, era una forma de resaltar la monstruosidad del destino que aparecería dos párrafos más tarde, perseguiría a esa mujer hasta el otro lado de la cordillera, la alcanzaría y terminaría por destrozarla. Pero por el momento sólo veíamos un plano cerrado de esa dama humilde calentando agua. Y aun sabiendo que algo muy malo iba a pasar, no sabíamos qué, y no sabíamos cómo. Se nos había clavado, como a Buscarita, la mala semilla de la premonición.
Eso –decir el horror sin decirlo– se puede aprender de muchas formas, pero no está mal aprenderlo en el cine, paralizados, con la respiración rígida entre la boca y la garganta, sin entender la razón de ese volcán de miedo que nos ahoga si después de todo estamos en el cine, si después de todo en la pantalla el cielo es tan azul, la protagonista tan plácida y dormida, la puerta tan cerrada y sin embargo...

Ilustración de Camilo Mahecha
Se podría pensar que, con el bloque de texto pulido, la información organizada, cierta coherencia interna y algunos recursos más o menos bien puestos, está todo hecho.
Pero no. Todavía falta lo difícil: que la crónica, así como el humo asciende buscando una vía de escape, fluya buscando su propia música.
El escritor japonés Haruki Murakami dice esto en un texto llamado «La música de las palabras»:
Ya sea en la música o en la ficción, lo principal es el ritmo. Tu estilo tiene que tener un ritmo bueno, natural, firme, o la gente no va a seguir leyéndote. Aprendí la importancia del ritmo de la música y, específicamente, del jazz. A continuación, viene la melodía, que en literatura viene a ser un ordenamiento apropiado de las palabras para que vayan a la par del ritmo. [...] Si las palabras se acomodan al ritmo de una manera suave y bella, uno no puede pedir más. Lo siguiente es la armonía: los sonidos mentales que sostienen las palabras. [...] Prácticamente todo lo que sé acerca de escribir, lo aprendí de la música [...] Si yo no hubiera estado tan obsesionado con la música podría no haberme convertido en novelista. [...] Mi estilo está tan profundamente influido por los riffs salvajes de Charlie Parker, digamos, como por la prosa elegantemente fluida de Scott Fitzgerald [...].
Alguna vez el escritor y periodista argentino Martín Caparrós dijo que su única habilidad verdadera era tener cierto oído para el ritmo de las palabras. «Eso es lo que yo considero mi capital –dijo–. Debo confesar que la prosa que escribo está plagada de endecasílabos. Siempre me sorprendo, porque me parece que es un recurso tan obvio y tan poco usado. Poca gente mide las sílabas de lo que escribe». En su libro de crónicas El interior, Caparrós describe así una gigantesca siderúrgica llamada Acindar:
Aquí, ahora, en ese espacio enorme gris espeluznante hay rayos, fuego, truenos, materia líquida que debería ser sólida: el principio del mundo cuarenta y cuatro veces cada día. Aquí, ahora, en este espacio de posguerra nuclear hay caños como ríos, las grúas dinosaurias, las llamas hechas chorro, sus chispas en torrente, cables, el humo negro, azul, azufre, gotas incandescentes en el aire, el polvo de la escoria, las escaleras, los conductos, los guinches como pájaros monstruosos, olor a hierro ardiendo, mugre, sirenas, estallidos, plataformas, calor en llamaradas, las ollas tremebundas donde se cuecen los metales y, muy imperceptibles, los hombres con sus cascos antiparras máscaras tan minúsculos –que parecen casi nada si no fuera porque todo esto es puro hombre, obra del hombre, bravura de los hombres, naturaleza dominada. Aquí se hace el acero.
Uno puede imaginar a Caparrós volviendo una y otra vez sobre ese párrafo, leyendo, releyendo, solfeando, midiendo, cambiando adjetivos y tiempos de verbo hasta lograr la métrica perfecta, el ritmo justo, la mejor forma de contar lo que también podría decirse así: «Acindar, la siderúrgica líder en el país, es muy grande».
La diferencia, claro, es que, donde esa frase no dice nada, aquel párrafo emana olor a hierro, aturde con bramido de sirenas, y es imposible despegar la información de su placer estético –lo que dice, de cómo lo dice– porque el secreto de su potencia, de su perfecta eficacia, reside en el encastre milimétrico de cada pieza y, por tanto, está disperso: en todas partes y en ninguna.
Así como un orfebre no ceja hasta lograr un engarce sublime, un periodista pasa días removiendo párrafos, recortando frases, afirmando voces, refinando escenas, trabajando ruidos, escribiendo fusas y corcheas, artículos y verbos, semitonos, bemoles, sostenidos, hasta lograr que fluya: que parezca fácil. Hasta lograr que, bajo la superficie tersa de la crónica, bajo su música serena, quede oculto lo que la pone en marcha. Su esqueleto. Sus músculos severos. Su íntima arquitectura de goznes aceitados.
***
Llegamos al final y me las he arreglado para no responder a la pregunta: ¿cuál es el método?
Hace poco leí que una directora de teatro decía que su método era «el del buen alpinista que modifica su equipo en función de la montaña, del tiempo, del día. Tengo la impresión –decía la mujer– de que al comenzar los ensayos hay una montaña enorme que habrá que escalar, y lo importante, en ese momento, es elegir los crampones adecuados».
La respuesta es engañosa. Ella, ustedes y yo sabemos que el problema reside, justamente, en saber cómo elegir los crampones adecuados. Y la única respuesta que tengo es una respuesta desesperante: que se hace con eso que llaman intuición y que, si bien no está exenta de esfuerzo, es intransferible.
Yo no tengo corazón para decirle a alguien que, para escribir una crónica, debe encerrarse en un departamento de 36 metros cuadrados en jornadas de dieciséis horas y concentración de monje budista. Pero, en el fondo, todo lo que tengo para decir es eso: que debe encerrarse en un departamento de 36 metros cuadrados en jornadas de dieciséis horas y concentración de monje budista.
Porque no sé cómo funciona lo demás pero, sobre todo, no quiero saberlo.
A Ferrán Adriá, el catalán afecto a la cocina molecular, le gusta pasar seis meses investigando con qué cantidad de oxígeno un tomate se transforma en espuma, y eso sólo hace su arte más sublime.

A mí me gustan las cosas sofisticadas, el idioma lujoso y bien lustrado, las estructuras complejas, pero prefiero seguir desconociendo la química de las emulsiones: no saber del todo cómo y por qué funciona la maquinaria. Temo que, si la miro con tanta intensidad, termine por romperse. O por aburrirme, que es como decir lo mismo.
En los últimos tiempos, para ocasiones como ésta, he tenido que volver sobre mis textos y ver cómo y por qué tomé tal o cual decisión. Y me he sentido, una y otra vez, como una fabuladora –porque ni una sola de las decisiones que tomé para escribir los textos que acabo de leerles fue producto de algún tipo de reflexión, sino de mi insistencia de burra sobre la computadora– y como Harry Angel, el detective interpretado por Mickey Rourke en aquella película de Alan Parker llamada Corazón satánico. En esa película, Harry Angel es contratado para rastrear a un cantante y soldado desaparecido cuyo nombre es Johnny Favorite. Angel sigue las pistas hasta el final, sólo para descubrir que el cantante desaparecido es él mismo, que ha sido contratado para seguir las huellas de su propio pasado, y que en ese pasado ya no es un detective sentimental sino una bestia sin alma. Y lo que me da miedo no es seguir mis propias huellas para terminar descubriendo que, al final del arco iris, estoy yo misma devorando corazones de niños indefensos, sino, precisamente, eso: que la búsqueda se acabe. Que, de tanto buscar, termine por encontrar algo.
Prefiero sospechar algunas cosas. Que toda levedad se monta sobre tornillos erizados. Y que si lo de arriba flota, es porque lo de abajo lo sostiene. Pero no sé cómo se hace.
Sí sé que vale la pena abandonar esa orilla alfombrada de prosas higiénicas y mudarse a esta otra, bastante más incómoda, a la que se llega con esfuerzo, con hombros y ojos cansados, y que no promete, además, ningún alivio.
Pero allí, alguna vez, escribiremos algo.
Algo que olvidaremos por un tiempo.
Algo que, después de meses o de años, volveremos a leer.
Y entonces, con la respiración contenida, con un sobresalto leve, nos haremos aquella pregunta del principio: «¿Pero dónde estaba yo cuando escribí esto?».
Y ése será todo nuestro premio: haber estado ahí. Y no recordar cómo.

Leído en: http://www.elmalpensante.com/articulo/116/donde_estaba_yo_cuando_escribi_esto

sábado, 13 de junio de 2015

Open Folk: Todas las voces todas

Dicen que Bob Dylan, para apalear los rumores de su conocido malhumor, frecuenta los martes porteños y, escondido, disfruta sonriendo de los hijos de su música.
Fede Petro, productor discográfico en Open Folk y Open Blues, y además cantante solista y cantante y compositor en The Monkeyness, nos cuenta en exclusiva  cómo se teje cada verso, para cada semana gestar una noche única.
Al verlos en el escenario, se nota que no son solamente un grupo de pibes con ganas de hacer música. Contanos un poco: ¿cómo surgió la movida de los martes en el Universal?
En realidad todo empezó hace casi un año en un bar de Palermo que se llama Leitmotiv. Martín Grossman, productor y músico, armaba un ciclo de música que se llamaba “Double Fantasy” donde presentaba un músico y pasaba música para ambientar ese bar. Los martes son noches muy duras donde muchos eventos suelen tener buenas noches y no tan buenas en cuanto a la convocatoria. Luego de haber tocado en el ciclo de Martín, y siendo amigos ya hace un tiempo, charlamos la idea de buscarle una nueva vuelta a la movida. Se nos ocurrió tener una especie de “Open Mic”; nos propusimos que dentro de la convocatoria a los músicos, ellos nos manden material primero para, de esa manera,  mantener un estándar y una línea musical coherente con la idea que teníamos. Los dos somos fanáticos del folk, de Dylan y de una época y una música que influyó en el mundo e incluso en nuestra música popular.
No había espacios de música folk, conocíamos muy pocas bandas incluyendo las nuestras y algunos amigos que hacen esta música. Salimos a recorrer hostels, bares y calles, pegando carteles y repartiendo flyers y nos pusimos a pleno con el Facebook y la convocatoria. La primera Open Folk Nights fue mágica. Tocaron alrededor de 17 músicos. Ya habíamos decidido cómo tenía que ser el formato pero a lo largo de ese año, tratando de mejorar, perfeccionar y ser metódicos a la hora de llevar a cabo la noche. Y después habiéndonos mudado al mítico “Gorrión negro”, pasando brevemente por “La Casa del Árbol” y luego en “Korova” para terminar finalmente en el increíble “El Universal”, y hubo que hacer ajustes. Pero el camino que hicimos en este año nos trajo también dos personas más al equipo formal; ahora tenemos una prensa que trabajó mucho tiempo de manera independiente y también productora y conductora de radio con una habilidad muy especial para sortear problemas cuyo nombre es Sofía Carmona, y una tremenda diseñadora gráfica que es quien define la estética de todo lo que hacemos y que además participa en la producción; su nombre es Martina Galarza.
Para aquellos lectores que nunca escucharon hablar del concepto de “Open Folk”: ¿con qué van a poder encontrarse en las veladas de los martes?
Open Folk es un movimiento cultural que busca generar espacios de difusión para los géneros comprendidos dentro de la música folk tanto nacional como internacional; 15 músicos distintos de este género -tanto argentinos como extranjeros- tocan 3 canciones cada uno acompañados por decenas de oídos atentos. Tocan sus propios temas o versiones de otras personas. Es muy difícil describir la sensación y cada uno lo vive de una manera distinta. Pero es la calidad de los músicos y lo que ellos logran transmitir y conectar con el público lo que genera una sensación única, con olor a madera, y que transporta.
PH: Rocío Frigerio
Por el escenario pasaron artistas de todo tipo, desde cantantes y músicos no muy conocidos aún en el ámbito independiente hasta grosos como Lisandro Aristimuño, la Familia de Ukeleles, Silvina Moreno, Superchería y Lucio Mantel, entre muchos otros. ¿Cuál crees que es la razón por la que todos se suman al escenario de Open Folk?
Open Folk Nights es un lugar de encuentro y comunidad. Pararse solo arriba de un escenario, ante un público silencioso y atento que viene de escuchar otros tremendos músicos antes que a vos es fuerte. Mi breve charla con Lisandro Aristimuño tuvo que ver con lo intimidante y renovador que es esa sensación. Todas las personas te están mirando, en la oscuridad de la sala; las miradas se sienten y la atención es plena. Por un lado eso es atractivo y no se da siempre en todos los espacios donde se hace música. También es muy importante y tomamos especial cuidado en el tema del sonido para que la música que tocan sea bien representada. En eso Cherno Rojkin y el sonido del Universal tiene mucho que ver. Contar con estos músicos y que ellos también tengan ese sentimiento de pertenencia, de comunidad que se genera en el camarín donde afinan y hasta terminan practicando una colaboración, 5 minutos después lo ves en el escenario.
Más allá de la diferencia dada por el género musical, ¿qué diferencias encontrás entre Open Folk los martes y Open Blues los miércoles?
Open Blues Nights es más reciente y apunta a darle y generar un nuevo de espacio de encuentro para los músicos que tocan blues, soul, gospel y R&B. Increíblemente sucedió algo similar con lo que pasó en los folk: hay muchos más músicos de estos géneros de los que conocemos. La comunidad y la sensación de la música es la misma; el blues toca otro nervio. Y lo más hermoso es que un nuevo público se acerca a El Universal a ver qué está pasando. Hay más contrabajos, más armónicas y más dóbros!
Has viajado por Estados Unidos en busca de la identidad, de la génesis del folk. ¿Qué rescatás y podés contarnos de ese viaje, y cómo potencia tu experiencia al proyecto de Open Folk y Open Blues?
Ese viaje fue un gran cambio en mi vida. Más allá del escenario, necesitaba nuevo combustible. Fue la música. Estuve viviendo en San Francisco donde me crucé con vagabundos excéntricos y talentosos, ya sea en el arte de la música o en el mismo arte de sobrevivir. Me cambió la vida un tipo que se llamaba Frankie Lynn. Tocaba con solo dos cuerdas en la guitarra porque decía que no necesitaba más (y realmente no las necesitaba). Tenía una voz única y fueron sus enseñanzas las que me hicieron mejor músico, mejor artista y mejor persona. Me enseñó valores como la humildad y siempre recordarse por qué uno hace lo que hace. No hay noche que me suba a un escenario y no piense en lo que me dijo. Hoy Frankie ya no está más en este mundo pero me gusta imaginar que Open Folk Nights es un escenario que él elegiría para tocar. Conocí músicos como Sonya Cotton, Graham Patzner, Lia Rose, Papa Bear, Trevor Bahnson, Kelly McFarling y otros tantos de la escena folk local de allá que, sin saberlo, me abrieron las puertas y me invitaron a ver algo que único. Hace poco volví a visitar esa ciudad y los filmé con una cámara para intentar traer a Buenos Aires algo de lo que está sucediendo allá.
En un plano ideal, ¿qué te gustaría que les sucediera en un futuro no muy lejano?
Creo que algo que ya entendí es que las cosas no suceden simplemente (risas). Hay que empujarlas, tironearlas, agarrarse de los pelos, fracasar y volver a empezar. Nuestro sueño es que esto que sucede en “El Universal” comience a suceder cada vez más los fines de semana en la ciudad, para luego poder llevar esto a otros lugares del país. Nos gustaría generar un intercambio y poder acercar nuestro folk para otros pagos más lejanos y también, por qué no, traer el folk de otros pagos al nuestro.
Cuándo y dónde:
Open Folks Night es un ciclo semanal que se realiza todos los martes, gratis, a partir de las 21 en El Universal (Pablo Soria 4940). Open Blues Night se lleva a cabo los días miércoles.
Más info en www.openfolk.com.ar

jueves, 21 de mayo de 2015

La Todo Mal Orquesta: Bipolares optimistas

En escena desde el 2001, con las anclas puestas en el delirio balcánico de Kusturica y Bregovic y una mezcla de melodías de orígenes varios, La Todo Mal Orquesta surge como una respuesta a lo que, desde el nombre, destila ironía:  ¿Cómo salir adelante cuando todo parece ir patas arriba?
Antes de su gira por Entre Ríos, la populosa banda nos regala esta entrevista, en la que no duda en confesarse: con altas dosis de optimismo y buena música para bailar; se puede hacerle frente a casi cualquier cosa.

Se los clasifica siempre,  en relación al género que tocan, como “música del mundo”: como si su identidad sonora perteneciera a otra parte que no es nuestro país.  ¿Cuál es el ingrediente argento de “La todo mal orquesta”?
El ingrediente argento es la cebolla, la base de nuestra cocina, con cebolla arrancas un montón de comidas. El resto es un poco más periférico… podemos decir que son los condimentos.  Todos somos, como mínimo, nietos de inmigrantes y cada cual trajo en su rígido, melodías que venían del resto del mundo y que nos resonaban desde chicos. Pero somos re argentos y eso se nota, hay también mucho condimentos de nuestro “rock nacional” en la pose y en el agite.  Y  desde el nombre “Todo Mal”, que es una expresión re argenta y depresiva que tenemos en nuestra cultura. Por el contrario, si respondiéramos “todo bien” sería  una forma complaciente de relacionarnos con el mensaje y no es la idea. Cuando decimos “Todo mal” es para contarte todas las historias que tengas ganas de escuchar, partiendo desde el concepto de que si está todo mal, solo queda mejorar…

Surgieron con la crisis del 2001, y mutaron a través de los años desde su primer EPS “Fenómenos” hasta llegar a su último disco “Volumen 2”. ¿Cuáles son los componentes de la fuerza motora que propulsó esa evolución?
Durante los primeros años incorporamos toda la música que teníamos cerca. Nuestro surgimiento como banda fue con el intercambio de la música que escuchaba cada uno de los integrantes de ese momento, la compartimos y de ahí fuimos eligiendo todo lo que nos inspiraba, cuál podíamos disfrutar más tocando, y qué nos surgía naturalmente a la hora de componer.
La evolución tuvo que ver con tratar de encontrar un nicho más cómodo, una historia musicalmente menos pretenciosa. Creo que fuimos simplificando bastante la cosa. Sin perder la esencia, con el tiempo nos encontramos conceptualmente más amigables en lo que respecta a lo musical.

En “Volumen 2” participaron muchos artistas invitados. Siendo un grupo tan numeroso ¿Cómo fue el proceso de ensamblaje de voces, de sonidos, de personalidades?
Contábamos con muchas ideas para desarrollar y sentimos que después de tantos años queríamos poner todo en ese primer disco. Además, tuvimos la suerte de contar con un gran organizador en el estudio que fue Seba Schachtel. Él nos dejó poner de todo en la grabación y después, al momento de cerrar las mezclas, iba sacando cosas, seguramente lo que sobraba y agregando momentos increíbles de extrema belleza musical.
Ahora que estamos cerrando nuestro segundo disco, el cual se llamará “Grandes éxitos”, nos propusimos  trabajar solos, pero monitoreados en algunas sesiones por la oreja, criterio y sabiduría de Ricky Saenz Paz, quien también coprodujo con Seba el primer disco.
Hablando de invitados, para este nuevo disco contamos con gente muy talentosa también; Hilda Lizarazu, que nos dejó unas voces increíbles y toda su buena energía,  Gustavo Senmartin (Me Darás Mil Hijos), Leonora Arbizer  (Fabi Cantilo) y más… Aún seguimos trabajando en él y esperando la participación de algún otro invitado. Podríamos decir que disfrutamos mucho que otros músicos intervengan nuestras canciones.



En sus letras suele estar todo mal, pero a través de su música se siente que todo puede estar bien. El histrionismo y la teatralidad coronan sus presentaciones: ¿Definirían a “La todo Mal Orquesta” como una banda bipolar o como un grupo de optimistas?
Un poco de las dos cosas. Tratamos de equilibrar la idea del bien y del mal como una cuestión fundamental.
Nos ha pasado de tener un ciclo confirmado en un local y la gente en la segunda fecha explotaba, bailaba y se divertía mucho. El resultado  fue que nos levantaron las dos últimas por que dijeron que nuestra gente baila demasiado! ¿Cómo no ser bipolarmente optimista ante semejante dicotomía?

Los espera un show este sábado 16 y una gira por el interior (se van el fin de semana largo a Entre Ríos). Para los lectores que nunca escucharon La todo Mal Orquesta, o quienes no fueron parte de la Gira Post Traumática. ¿Con qué van a sorprenderlos en el escenario?
Una de las características de LTMO y creo que de muchas bandas numerosas y sobre todo en esta época de tanta expresión y redes sociales, es el “me subo y me bajo” que practican muchos músicos que pasan. Lo que aprendimos de eso es aprovechar de cada uno las potencialidades y llevarlo directamente a lo musical, es por eso que distintas épocas o temporadas representan diferentes estilos de shows y de videos, siempre transitados por la impronta de cada uno de los integrantes. Tenemos el sueño imperecedero de que no haya más movimientos, pero es muy difícil en propuestas independientes. En esta gira, por ejemplo, tendremos algunas novedades. Como un número de tap y la participación de la primera trompetista luchadora de la argentina.
La gira que haremos por Entre Ríos  es para nosotros muy importante, ya que estamos convencidos que fuera de la ciudad de buenos aires, es donde más cómodos nos sentimos con la  gente. Si bien hay una gran movida cultural en el interior, el movimiento es pequeño y el público siempre está ávido de escuchar y ver bandas que pertenecen a una escena un poco más alejada de sus límites geográficos, al menos, eso nos sucedió en nuestras presentaciones en Zárate o Campana. También en Chile fuimos muy bien recibidos. Creemos que más allá de la General Paz esta nuestro gran público!  Y allá vamos…

Dónde y cuándo:

Del 22 al 25 de mayo en San José, Entre Ríos: para consultar las fechas: www.facebook.com/latodomalorquesta/photos/a.77356072351.88427.40585312351/10152732881602352/?type=1&theater

El fin de ser el origen

Hace ya más de 3 meses que en la Avenida más ancha del mundo se levantó una carpa. Como un monumento a los fantasmas al grito de:- “No nos olviden” se erige, ajena a la cosmopolita Buenos Aires que la tiene como habitante.

En su interior no hay equilibristas ni payasos con narices coloradas y lágrimas de fantasía. Adentro hay un secreto no tan secreto, que nadie pareciera querer contar.

En el interior de la carpa, a espaldas de la estampa de Eva Perón enarbolando un micrófono en el Ministerio de Desarrollo Social, miembros de las comunidades indígenas Qom, Wichí, Pilagá y Nivaclé: originarios de la provincia de Formosa, esperan.

Esperan que en algún momento los derechos humanos que se dicen “para todos y todas las argentinas”, los alcancen también. Esperan pacíficamente, porque la historia les concedió ese lugar: son los ciudadanos de los pueblos originarios, los primeros dueños legítimos de las tierras, el origen de nuestra tierra: el origen.

Al parecer lo de “originarios”, devino por la superchería simbólica del lenguaje en una especie de gentilicio. Los “originarios” dan origen a algo, según la Real Academia Española, y por la conveniencia del mundo occidental y de la imperiosa avaricia colonial, ese algo después es apropiado por otros.
Si fuera solo una contradicción del lenguaje, podríamos editar con tinta lo que en realidad fue grabado con sangre. Pero aquí no hay tal contradicción: lo que existe en cambio es una mentira que, sostenida hace siglos, buscó acomodar en el relato a ese mundo nuevo que no entraba en los mapas para usufructuar el fruto de ese Paraíso virginal que se parecía un poco al de las Escrituras.

América toda, abría a los conquistadores una grieta para repensarse. Sin embargo, ni las ideas de igualdad de las sociedades tawantinsuyanas, ni la riqueza espiritual, ni la ética de solidaridad, ni las experiencias sociológicas de cada rincón del nuevo continente; pudieron interpelar a las individualidades que, por encima de toda pretensión evangelizadora o civilizatoria, pusieron la avaricia y la acumulación desenfrenadas.
“Genocidio” es una palabra que se usa de manera políticamente correcta, como si en su utilización descansara algún tipo de justicia; para nombrar “delitos internacionales que se perpetran con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Se denomina por ejemplo, “genocidio”, al accionar alemán contra los judíos en los campos de concentración, al Holocausto armenio propulsado por los turcos otomanos,  a la matanza de 800 mil personas en Ruanda en 1994, entre otros.
Son pocas las veces en las que la “limpieza étnica”, las “campañas evangelizadoras”, los “proyectos civilizatorios” que acabaron con la vida de millones de “aborígenes” o “indios” se nombran como “genocidio”.
La pregunta por la mentira inicial, cuya respuesta sigue escrita en pretérito, se remonta en nuestro país al primer gobierno de Rosas en Buenos Aires con las corridas del límite de frontera en la llanura pampeana, interrogante cuyo signo de interrogación se cierra con la “Conquista del Desierto”.  Un joven Roca, que sonríe hoy heroico en los billetes de 100 pesos argentinos, encabezó la campaña que en 1878, se encargaría de planificar estratégicamente el exterminio de las comunidades aborígenes de la Patagonia: las mismas comunidades de mapuches que hoy en Neuquén deben luchar cotidianamente con Chevron, la petrolera que promete explotar yacimientos junto a YPF, que ya fue condenada en Ecuador por contaminar 500 mil hectáreas y afectar las vidas de más de 30 mil indígenas ecuatorianos.


El turno de las comunidades aborígenes del Chaco Argentino llegó con expediciones militares que concluyeron en ocupación del territorio, con el fin de la guerra de la Triple Alianza en el año 1871. La región se hallaba habitada por las comunidades mocovíes, tobas, pilagáes, wichís, chorotes, chulupíes, vilelas, tonocotés, tapietés, chanés y chiriguanos, algunas diezmadas por el paso de los conquistadores.

El estado argentino se dispuso desde el principio a someter a los indios, a los salvajes del territorio nacional y los hizo permanecer al margen, al servicio de una cultura que no les pertenecía, funcionales a una ideología que distaba del sentir de los pueblos aborígenes.

La figura del indio es la figura del vencido: con esa figura enterraban en la estereotipación del conjunto de los dueños de la tierra, las múltiples identidades originarias. Su lenguaje, su música, su vestimenta, su tradición y su cultura eran sepultados en un “Nosotros” que parecía no contemplarlos.


Los pueblos originarios en la historia argentina parecieran ser entonces los pueblos anónimos, los pueblos imaginarios. Son testigos de un tiempo de caza de ñandúes y boleadoras, de peleas aguerridas, de pelos largos y personajes poco simpáticos que se exhiben hoy en la vitrina de un museo.
En la Constitución de la Nación Argentina de 1994 se los reconoce como sujetos de derecho, pero al mismo tiempo y en la misma sintonía de las contradicciones del tiempo que los relegó al punto inicial de la línea de tiempo, se los llama “"preexistentes a la formación del Estado Argentino" como si se tratara de una especie que ya se extinguió. Para la Ley Suprema de la Nación Argentina no existen y gravitan en una especie de realidad paralela donde a la vera del camino, siguen muriendo como moscas. 

No hay cifras exactas, y por cuestiones de “anacronismos”, historiadores e intelectuales discuten la utilización del término “genocidio” aplicado en la historia del sufrimiento de los pueblos originarios. Anacronismo teórico que en la realidad, cuando las comunidades formoseñas de pilagás, qoms, wichís y nivaclés son hoy en día reprimidas brutalmente, perseguidas, asesinadas, desaparecidas y desdibujadas, encuentra su eje.

En la provincia de Formosa, gobernada por Gildo Insfrán desde 1995, el horror es parte del paisaje cotidiano en las comunidades. La muerte de Roberto López, miembro de la Comunidad Potae Napocna Navogoh (La Primavera) por la brutal represión policial llevada a cabo el 23 de Noviembre de 2010, visibilizó la triste realidad de la violencia que el mafioso gobernador ejerce diariamente sobre las comunidades aborígenes de la provincia.
Insfrán, que no entiende de Derechos y menos de Humanos, como si jugase el papel de alguna clase de dios, reparte hectáreas en manos de grandes capitales terratenientes acomodando las fichas de una partida injusta de dominó; desoyendo los reclamos de los verdaderos dueños del territorio, que en la repartija, se ven privados del acceso a hospitales, servicios públicos, de alimentos, del agua, del sueño, de  paz.
Mientras este año se conmemoraba el 24 de marzo los 39 años de la última Dictadura Militar en nuestro país, y millones de argentinos se congregaban en nombre de la Memoria, la Verdad y la Justicia; en la Ruta Nacional 81 en Formosa se reprimía sin asco y con total impunidad, un corte de ruta de la Comunidad Wichi de Ingeniero Juárez.

Pacíficamente y en apoyo al acampe, los hermanos wichíes reunidos en la ruta, soportaron los golpes: la policía no hizo distinción, y golpeó a mansalva a niños, mujeres, ancianos, amenazando de muerte a los silentes manifestantes.
Ya unidos en la lucha por la reivindicación de los Derechos Humanos de los Pueblos Originarios, la Comunidad # QoPiWiNi, denunciaba desde el acampe en Buenos Aires ese mismo día: “En el día de hoy, 24 de marzo de 2015, donde se conmemora los 39 años de la represión y desaparición producto del golpe de Estado del 76, en la Comunidad Wichi de Ingeniero Juárez se reprime con balas de plomo y sin orden judicial, el corte de Ruta 81 que mantenían en reclamo de sus derechos y apoyando el Acampe QoPiWiNi”.

Desde la clandestinidad, perseguidos y marginados;  resisten entonces en plena era de la tecnología: la fanpage del acampe de los Pueblos Originarios apenas supera los 3000 seguidores. Allí se publican las novedades de las comunidades y puede conocerse las fechorías de Insfrán y sus secuaces, y también ponerles rostro a las víctimas de la represión.
Los #QoPiWiNi no son tapa de los diarios, no figuran en la agenda y la constitución que los recuerda desde lo simbólico, ignora los ya 3 petitorios entregados a cada uno de los poderes del estado nacional.
Siguen luchando a pesar de que las cámaras de televisión no aparecen, a pesar de que no se escuchan sus voces en las radios, como si alguien intencionalmente buscara tornarlos invisibles.
Resisten cuando la represión asola las comunidades, cuando sus tierras son desmontadas con fines comerciales, cuando se ven sometidos a la balacera policial que no entiende de diálogos,  cuando son discriminados, cuando no reciben las condiciones mínimas para asegurar su salud, ni su existencia.
Hace más de 3 meses  que estos hombres, mujeres y niños; siguen resistiendo en la vorágine de la ciudad. En la lucha y desde el acampe #QoPiWiNi esperan que la Memoria, la Verdad y la Justicia también se acuerden de ellos y que su dolor que no es imaginario llegue a su fin.


Publicada en Revista Polvo: www.polvo.com.ar/2015/05/el-fin-de-ser-el-origen