viernes, 16 de mayo de 2014

Celebración de la subjetividad del arte

¿Se puede hacer "arte" de cualquier cosa? ¿Por qué, si el arte es propiedad inherente de la misma humanidad, no todos los hombres son artistas, y no todo lo que reluce es arte? Si el "buen gusto cultural" está institucionalizado, ¿qué es lo que hace que se pueda hacer arte de cualquier cosa sin excepción?


"Un pintor es un hombre que pinta lo que vende.
Un artista en cambio es un hombre que vende lo que pinta".
Pablo Picasso

La pregunta por los límites del arte

¿Se puede hacer "arte" de cualquier cosa? Desde la definición wikipediana e improvisable pareciera que sí. El "arte" es definido, desde su etimología, de la siguiente manera: "El arte (del lat.ars, artis, y este calco del gr.τέχνη) es entendido generalmente como cualquier actividad o producto realizado por el ser humano con una finalidad estética o comunicativa, mediante la cual se expresan ideas, emociones o, en general, una visión del mundo, mediante diversos recursos, como los plásticos, lingüísticos, sonoros o mixtos". Por tanto y ateniéndonos a la definición, cualquier mortal con el firme propósito de transmitir o comunicar una idea recurriendo a los sentidos podría decirse artista. Pero entonces, ¿qué es lo que hace que en las hileras del mundo, en cada esquina de barrio, a la espera del colectivo, en la cola del supermercado lo que no anden sobrando sean los Gauguin, los Joyce, los Debussy? ¿Por qué, si el arte es propiedad inherente de la misma humanidad, no todos los hombres son artistas, y no todo lo que reluce es arte?
Los patrones estético artísticos, se sabe, son establecidos de acuerdo a los intereses de clase dominantes. Desde que el mundo es mundo, la manera en que lo vemos, o al menos la forma en que creemos verlo, está determinada. Influenciados por las concepciones del poder dominante, naturalizamos la mirada de un todo bello al que no cuestionamos. Gravitamos en los márgenes de la sociedad aceptando los cánones estéticos que como divinos, nos son legados en la resignación por aceptar lo que se evidencia incuestionable.
Pierre Bourdieu, filósofo francés, ha dedicado su obra a demostrarnos cómo aquello que la sociedad incorpora como “el gusto legítimo” y los consumos que hace para ajustársele, son instituidos. Pensaba en los "habitus" como sistema de disposiciones subjetivas: sistemáticamente, los habitus culturales de los grupos o clases originan representaciones y prácticas, (por ejemplo gustos y consumos culturales) que se distinguen muchas veces rechazándose entre sí. Así los gustos de una clase social identifican, nuclean y relacionan a los individuos que la componen, distinguiéndolos y repeliendo incluso a los individuos de otra clase social. Entonces, podríamos suponer que el hecho de que a un porteño le guste el tango no responde únicamente a una preferencia natural hacia dicho género musical, sino también (porque existen aquellos que lo disfrutamos, y, permítanme incluirme) a una exposición y adecuación del gusto personal al mismo. De la misma forma, si encuestáramos a un grupo de porteños sabríamos que Borges encabeza su lista de autores favoritos indistintamente de si la tirria no les haya permitido terminar ni uno de sus cuentos, si sus obras fundamentales lucen en el primer anaquel de la biblioteca o si son eximios conocedores del autor.
Si el "buen gusto cultural" está institucionalizado, ¿qué es lo que hace que se pueda hacer arte de cualquier cosa sin excepción? La lluvia, una flor, un gato, la muerte, una manifestación, la sexualidad, el colon irritable, los mingitorios, los baños del avión, el arcoíris, el fútbol, una ventana, el vómito o la religión.
Hay arte marginal. Lo hay underground, subteground, indie, callejero y en las galerías fifí donde los snobs de turno ven manchas en la pared que analizan con un martini seco durante las dos horas que pueden simular no aburrirse ¿Cuál es el secreto de la consagración en el arte? ¿Cómo alcanzar el éxito e integrar la sala de la fama de los " artistas socialmente reconocidos"? ¿Hay un lugar en el arte para todos?



"Distopía de un amor adolescente"

Corría el año 2001. Yo no acababa de terminar la secundaria y con el clasificado bajo el brazo me sometía a una maratón de entrevistas laborales que asumía con la disciplina de un soldado. El contexto de la desocupación acuciante no me dejaba demasiadas alternativas y tenía entonces que destinar la guitarra y con ellas las chansons francesas de Piaff y Brel que me acompañaban tout le jour sin descanso, a las horas de ocio o al menos a lo que me quedaran de ellas.

A thousand years - Damien Hirst - Tate Modern Gallery - Londres
No resistía el desencanto de encontrarme en las filas enemigas. Me costaba esa situación de la competencia en las entrevistas. Ese análisis intrincado que puede hacerse de la otredad cuando hay un conflicto de intereses: que cómo viste, cómo pronuncia las "eses", si sostiene o no la mirada, quería dejárselo a quienes reciben un bono a fin de mes por ello. Pero me angustiaba.
A fin de cuentas, todo me era angustioso por esa época: mi padre sin trabajo, las noticias nada alentadoras; un país en "crisis": (las palabras "adolescente" y "crisis" debieran guardar sinonimia directa. El “enter” en el buscador, o el dedo humedecido en el diccionario -old fashion friend- deberían hacerlos coincidir). El popurrí de varios amaneceres agitados, con los cinco presidentes en una semana, las barricadas modernas, la violencia, los pañuelos blancos en la calle otra vez, los muertos, los indignados, los puentes cerrados de este lado del Riachuelo, los patacones, los corralitos, el hambre, y las noticias de una navidad más triste que la de Luis en la canción esa que siempre me hizo llorar en la voz de Gieco. Y el amor. El amor que como en el libro de Gabo, que había abandonado varias veces, por no creerme definitivamente que a veces hay ficciones que se parecen demasiado a la realidad, transitaba tiempos de cólera. Ya no sabía qué era lo que más me dolía.
Una tarde de esas tantas en el intento de desintegrarme en vida para restaurarme después, asesté algunos colores a un trozo de madera que había en casa. Como si profiriese los "alaridos bárbaros" de un Whitman en los tejados de un mundo que de momento se me antojaba horrible. El resultado, más allá de una catártica sesión de pinceladas nocturnas no fue el esperado. ¿Cómo la llamaste?, preguntó mamá. Se me antojaban muchos nombres. No se llama, contesté por ese entonces. Seguí pintando. Al menos lo hago porque me gusta. Lo hago de noche escondida de todos. Hablando sola muchas veces o con la radio. Así pasan las madrugadas, para los que no traducían mi insomnio.
Un amigo encontró el cuadro sin nombre. Quiso saber el origen. Le conté de mis rabietas y al principio no me creyó. Ponele nombre, dijo, con la seguridad de cuando uno dice cosas de gente adulta. Los hijos necesitan uno.
Se me antojó "Distopía de un amor adolescente". Me gusta mucho la palabra "Distopía", la utilizo bastante. No con la intención presuntuosa de orlar las conversaciones. No mantengo conversaciones cotidianas y la utilizo. No subo en ascensor figurándome distópica, pero la idea de la concepción de una realidad ficticia que no es en sí deseable, me atrae. Tal vez en esencia soy más distopista que utopista: me figuro lo peor como si pudiese catapultarme a lo que entre lo mejor es al menos alcanzable.


De cómo la distopía se "utopiza"

Algunas de las obras que pinté penden de las paredes de mi habitación. Otras escapan algo más al anonimato y osadamente se deslizaron por los pasillos, al costado de una imitación en serie de huevos Fabergé, acariciando levemente una hilera de LP que descansan en el living con las tapas, donde los dientes de Brel asoman entre las tapas argentinas de "Argentinísima". Nunca imaginé que pudieran trascender. Mis trazos no querían ser adivinados.
Un amigo, que por ese entonces estaba enamorado (lo menciono porque es la única opción
Piero Manzoni y su Merda d`artista (1961)
que encuentro para tamaño gesto) fotografió el cuadro y se quedó las fotos para "recordarme siempre"como la artista que soy. Ya no es mi amigo y no sé si ahora me recuerda. Si recuerdo que en ese momento hizo algo que me pareció increíblemente estúpido al principio, amable de a momentos y estúpido nuevamente para ser inolvidable después. Publicó las fotos que había tomado en varias de esas páginas web de compra/venta y puso a subastar la obra. Me pareció un gesto incomprensible de amistad. Lo más incomprensible, de todas formas, fue que al cabo de dos semanas recibí algunas consultas por el cuadro. Usuarios de la página consultaban por el tamaño de la pieza y solicitaban mi opinión sobre el lugar adecuado para colocarlo en una casa de campo en las afueras de la ciudad. Sencillamente, lo encontraba inverosímil. Me parecía una de esas sitcoms berretas estilo reality show: un desfile de artistas anónimos bizarros compitiendo en una carrera en la que resultaba vencedora.
Comencé entonces, incrédula, a publicar fotos de mis cuadros en las redes sociales. No en el afán de laurearme, por el contrario, quería desmitificarme. Al principio una catarata de likes, favs y retweets familiares me invitaban a la calma. Más allá del criterio artístico que tuvieran, el cariño sustenta un apoyo moral incondicional sobre el que descansaron mis inquietudes hasta que se comenzaron a sumar a las palmas de amistad otras no tan amistosas. Los mensajes de apreciación de las obras in crescendo exacerbaban mis expectativas hasta ese momento nulas. Me dirigí entonces a un par de galerías, no muy conocidas en San Telmo, donde me explicaron que si bien no tenía demasiada técnica, desde la concepción y con una curaduría decente, la serie de "Distopía de un amor Adolescente" (el nombre ya comenzaba a gustarme) podría venderse fácilmente.

Imaginaba entonces mi cuadro pendiendo de los muros de la galería, aguardando por vestir otros muros desnudos de vida en el hogar de lo que ahora pensaba como la historia de cualquier existencia que me era ajena.
De utopías y de caos: Efecto mariposa

Si Hirst pudo dar la vuelta al mundo con una cabeza de vaca comida por moscas, Duchamp pudo revolucionarnos con los mingitorios, Manzoni entregó al mundo enlatada la "Merda d´artista", yo podría, entonces, legarme en un trozo de madera. Tan solo y simplemente porque el arte es parte de la humanidad que nos constituye. Es el grito que atávico se nos escapa diariamente y en todo lo que hacemos. Es la confesión de nuestros secretos mejor guardados. La reinvención constante y revolucionada. Es, en palabras de Theodor Adorno, "la magia liberada de la mentira del ser".
La teoría del caos, de carácter determinista, establece que el Universo es inestable, tiende hacia la ruptura, todo es incierto, "todo lo sólido se desvanece en el aire". El caos deviene determinista en el sentido en que una pequeña causa inicial, mediante un proceso amplificador, podrá generar un efecto considerablemente grande, dadas las circunstancias originales que suscitaron esa causa. Así: una causa pequeña producirá un gran efecto (el aleteo de una mariposa en China que produce a millones de kilómetros de distancia un huracán) y una causa grande produce un pequeñísimo efecto.
X años después, encontré en el jardín de mi casa, unas maderas sutilmente manchadas por unas latas de pintura que mi padre le había apoyado encima. Los colores negro, rojo y bordó me sugirieron en conjunto muchas cosas. Como aficionada a la pareidolia y como esa niña que soy que aún adivina en el techo con las manchas de humedad, con las nubes los días claros y con las sombras por la noche interpreté lo que tuve ganas.
Había tenido hacía poco la oportunidad de concurrir a una exhibición donde el artista exponía su obra pendiendo de un gancho en la pared. Lo que pendía no era un objeto de su elaboración. Era, más bien, una de esas piezas que cualquier mortal podría haber escogido entre los escaparates de una avenida "X", un día cualquiera. Una excelente curaduría hacía que las piezas del rompecabezas, desde la biografía del autor, su personalidad, el contexto socioeconómico en el que vivía, encajaran magistralmente: Voilà la genialidad del artista, la ilusión estaba completa.


Insoportable es la levedad del ser

Yo podré ser ilusionista, pero no ilusa. Con un poco de la magia que habían usado para esa exposición, estaba dispuesta a demostrarme que es posible transformar los objetos cotidianos en símbolos que satisfagan a los sentidos en la pretensión de ir aún más allá. En este caso pensando en la curaduría que había atestiguado en la oprobiosa muestra, lo intenté desde el costado biográfico, con los datos de color del amigo enamorado, la desocupación como recurso poético: la crisis y la chica triste con el diario bajo el brazo, que se fundirían fácilmente en los colores lúgubres y los trazos aguerridos de la pieza.
Sentí culpa al principio. Pero era ya una necesidad. Un morbo inocultable. Se había convertido en uno de esos pasatiempos culposos como el de comerse las uñas, o de sacarle toda la miga al pan. La dimensión de la historia hizo que el trozo de madera cobrara vida. Tenía a mi Pinocchio sin necesitar a Pepe Grillo.
"La distopía de un amor adolescente" no es, ni fue tal. Diría sin mucha rigurosidad que es el capricho irrefrenable que me nació por burlar las fronteras que se suponen establecidas en el ámbito del arte entendido como tal. El arte en tanto subjetivo tiene para cada uno un significado distinto. Nos interpela desde afuera, nos llama a cuestionarnos y si lo que admiramos no consigue movilizarnos desde las entrañas, por más institucionalizado que esté no debería ocupar un lugar ni en nuestras retinas ni en la memoria.
El arte, lector amigo, pareciera ser el único rastro que los humanos podemos dejar en la Tierra. Por ello aunque las obras no
Distopía de un amor adolescente
se han vendido aún no quería perder la oportunidad de seguir viviendo a través de ellas, o al menos a través de esta historia que hice que la constituya. Tal vez porque todavía no subí en París los 1665 escalones que me llevan al edén. Tal vez por las melodías que me quedan por escuchar, y tal vez, por qué no, por el placer de ser.


Nota: La autora invita a visitar la obra, que ha puesto a subastar, con la crónica incluida que puede visitarse en el siguiente link: Subasta: "Distopía de un amor adolescente"
Invita entonces a los intrépidos y a los galeristas del mundo a celebrar con ella el arte.


La nota puede leerse también en la Revista Alrededores:
http://www.alrededoresweb.com.ar/2014/06/celebracion-de-la-subjetividad-del-arte.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario