martes, 24 de febrero de 2015

Mi amor es el mar

¿Cuál es la distancia entre el  imaginario colectivo acerca de las relaciones y la vivencia de una relación humana real? ¿Es el amor romántico un ideal o existe en el plano real? Este es un intento de respuesta a la pregunta: ¿existe el amor para siempre?


Cuando una es una chica que creció viendo “Cuando Harry conoció a Sally” y “Tienes un e-mail” las posibilidades de encarar una relación exitosamente, son inversamente proporcionales a la cantidad de veces que se lobotomizó viendo esas películas.
En definitiva,  el momento mágico en el que la “chica” conoce al “chico” es sagrado, y no termina importando si no estallaron fuegos artificiales o si no hay mariachis cantando boleros hacia tu balcón.  No importa si el tipo en lugar de venir con las andromelias azules que tanto te gustan viene después de jugar a la pelota con un olor a chivo monumental.  Cuando sonríe te olvidás de las mañanitas del Rey David, de los pétalos azules, de los bigotes mexicanos, de Meg Ryan y de todo. El slow motion de las películas, esas que viste por docena, es real: porque nada te importa más que esa persona que es ESA como ninguna otra podría ser. Esa para la que te preparaste catorce horas antes combinando hasta las medias. Esa para la que te inventaste un discurso, te elegiste un chiste, que después cuando te habló olvidaste por completo. Esa para la que la agenda siempre se vacía y sos la persona menos ocupada del mundo. Esa misma que ahora por algún motivo pasó de ser el Marcelo Mastroianni de tu vida, al gil que stalkeás en todas las redes sociales para reírte y consolarte de los perfiles que se abre en las webs de citas para conocer gente y colocarla de vez en cuando. Ese gil que es un ser patético, triste y un chamuyero pero que por alguna razón no terminás de entender cómo consiguió que de sentirte Meg Ryan te sientas Rafa en el capítulo de Los Simpsons cuando Lisa escupe su corazón chuchú.
El tiempo pasa dicen algunos, también el agua corre debajo del puente, el reloj sigue dando las horas, y hay mil frases que uno puede repetir y no se cansa de escuchar, pero por algún extraño motivo suena una canción de rock de esa banda pedorra que le gustaba y todo lo que estuviste remando se diluye en el tiempo. Las salidas con amigas, el conocer gente nueva, el revisitar amores, el desempolvar hobbies, el llenarte de actividades sociales carecen de sentido.
Así como Harry amaba que Sally tuviera frío aunque estuvieran a 24 grados, que le tomara una hora y media ordenar un sándwich, la arruga de su nariz cuando lo miraba como si estuviera loco  y que después de pasar un día juntos su ropa conservara el olor de su perfume, hay mil cosas que uno aprende a amar de la otra persona. Cosas que no son costumbre, son alquimia pura: uno no ama la risa de cualquiera, hay risas molestas y algunas que llega a odiar, pero esa risa puede cambiarte esa mañana agreta en la que no querés madrugar.
Pasan los días, se suman canciones, salidas, conocen gente nueva, conocés a la familia y esperás que todo vaya bien, que les hayas agradado y que no hayan notado que estabas nerviosa porque no querés una historia de culebrón con cuñadas y suegras que te odian toda la fiesta de Año Nuevo.
No ponen nombre a futuros hijos: por suerte no piensan en ellos, pero imaginan viajes, y comparten historias de hermanos chinos que no existen, y cantan canciones en la guitarra que siempre suena desafinada pero que a tu voz a las tres de la mañana le queda genial.
No duermen los primeros seis meses, se aman en cualquier rincón de la ciudad, ya no importa si es en la vía pública, a la vista de los vecinos que se deciden sumar a la pijamada, o en el medio del río mientras adolescentes patinan las pistas de las que, estando a metros, solo escuchás el rasguido de las rueditas contra el asfalto.
Por eso lo que resta es esperanto. Lo que sigue en la historia está escrito en otro idioma que vas a intentar hablar: primero apelando a tu instinto autodidacta; justificando ausencias con responsabilidades y obligaciones y descuidos con desfasajes horarios; y después apelando a los traductores en que devendrán tus mejores amigas, que al mejor estilo de “Simplemente no te quiere” eludirán la verdad un tiempo, para asombrarse con vos después cuando llegue el “Adiós para siempre”, “ya no siento lo mismo”, “mi amor es el mar”, y todos los etcéteras con los que intentará calmar el llanto que nunca querrá oir, ni consolar, ni padecer; las horas en las que te sostenga la mano mientras esperás que en un acto de sincericidio responsable (porque tendría que existir un ente que regule la irresponsabilidad en el amor!) te cante las cuarenta como Eels en un:  “I‘m Going To Stop Pretending That I Didn’t Break Your Heart” (voy a dejar de pretender que nunca rompí tu corazón).
Lo que sigue es la fase a lo Bridget Jones, cuyos estadios clichés son gradualmente incrementados de acuerdo a la cantidad de días que transcurran sin que levante el teléfono o te conteste algún mail. No es necesario putearlo, no hacés escándalo, sos una mina zen. Pero necesitás entender. Necesitás un por qué. Te dijo que eras la mejor, te dijo que eras muy buena persona, que le costaba entenderte a veces de tan buena. Te expresó de mil maneras que le gustabas. Lo hermosa que le resultabas, lo mucho que lo calentabas. No lo dijo una vez, no fue circunstancial, te lo dijo durante mil horas, durante más de un año y medio. El adivinar qué pasó es tarea para el equipo de antropología forense, porque a esta hora el tipo habrá desaparecido. No hará caso a los mails que le mandás, adjuntando explicaciones que buscaste en libros apelando a su racionalidad. Tampoco hará caso a la memoria emotiva cuando le recordaste lo mucho que sonrieron en ese viaje que habían planeado juntos, o los momentos en los que creían que no había nadie más en el mundo. Para cuando responda un mail bomba de caca al estilo Deepak Chopra con frases maniqueístas (un “pecho frío” para los amigos futboleros), vos ya estarás sin comer durante una semana con la misma ropa, sin bañarte, sin levantar la persiana, con el ventilador apuntando a la cara como si fuese la diferencia entre respirar o morir, adormecida por el Xanax que conseguiste que te dejó dormir un par de días.
 Habrás pensado entonces en huir como si la soledad fuese la cárcel de Guántanamo. Te preguntarás en lo subsiguiente si lo que te duele realmente es la soledad, y como persona racional y adepta al empirismo lo probarás. Saldrás con cuanto pinche turista se te antoje, tomarás micros a lugares alejados, peligrarás en muchas ocasiones, seguirás llorando en otras en la mañana cuando todo termine y te preguntés que hacés en ese lugar, con esa persona que no es ni será él.
Pensarás en cortarte el pelo, cambiar de locación, de trabajo, de profesión. Rezarás a un dios inexistente para dejar de compararlo. Para dejar de esperar que la cantidad de los lunares que tenía en el brazo coincida, que los abrazos se sientan igual. Que los besos sepan igual. Que ese lenguaje que ahora es esperanto vuelva a ser el mismo, y que por un milagro aparezca y alguien te diga que saludes a una cámara, que todo era parte de una broma.
Ofelia - Millais (1852)


Pasará el tiempo, correrá esa agua que rezaban bajo el puente. Tal vez lo recuerdes mucho al principio, tal vez no. Tal vez en algún momento dejes de pensar que te lo vas a encontrar en el subte, entrando al mismo vagón entre las miles de personas que lo toman todos los días y dejarás de pensar que piensa como vos en qué estarás haciendo. Tal vez alcances el punto medio aristotélico y entiendas que una relación no puede ser todo, e intentes serte fiel a vos misma por un tiempo. Tal vez puedas escucharte y encarriles la pasión en otras cosas. Te llenarás de distracciones que te gusten, y un día llegará el momento en que su nombre ya no te duela como si fuese una parte del cuerpo.
No hay un libro que nos enseñe a superar el dolor de perder a otro. No existe una fórmula mágica, no es exacto. Tal vez es mejor pensar que el corazón es demasiado grande para amar a solo una persona en la vida. Que no existe un límite de historias a contar, que no hay un tope de abrazos y besos para dar. Y que hay más cosas lindas bajo el sol. Hay que completarse, para darse después. Reconstruirse y celebrar esa deconstrucción, para renacer y ser de nuevo feliz.
John Lennon escribió una vez: “Nos hicieron creer que cada uno de nosotros es la mitad de una naranja y la vida solo tiene sentido cuando encontramos la otra mitad. No nos contaron que ya nacemos enteros, que nadie en la vida merece cargar en las espaldas la responsabilidad de completar lo que nos falta”. Hoy pienso que tiene razón, tal vez me dure hasta que me deje enamorar nuevamente.

El artículo completo se publicó en la edición online de la revista mexicana Clarimonda:  http://clarimonda.mx/mi-amor-es-el-mar/ 

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